Míchel Suñén. Descarga revista en PDF: Enlace
Se sentía como un roble. Nunca había estado mejor ni con un porvenir tan positivo. Física y mentalmente estaba fuerte, seguro de sí mismo y lanzado hacia un objetivo que, seamos sinceros, nada parecía capaz de arrebatarle.
Entonces llegó el virus. El desconcierto. El miedo. La pandemia. Y, con ella, aquel confinamiento atroz que parecía sacado de una novela de ciencia ficción poco trabajada. Con todo, más autoconfiado que nunca como estaba, aceptó la situación sin saber por cuánto tiempo y se recluyó siguiendo las indicaciones de las autoridades sanitarias, generales e incluso deportivas. Estuvo trabajando desde casa. Redujo el contacto a sus más íntimos, bajó a comprar una vez al día como era pertinente, a veces ni eso, e intentó aclimatarse a aquella situación desesperada. Lamentaba las ausencias, los ingresos hospitalarios y las muertes de los que eran como él, pero se sabía sano, fuerte y lanzado, por lo que se sumió en esa falsa seguridad de quien se piensa intocable. Como si estuviera protegido por ese escudo indestructible que, más por ego que por sensatez, le hacía creerse blindado ante cualquier amenaza. «A mí no va a afectarme», se repetía.
Los primeros síntomas no se presentaron como un drama. En realidad, su decadencia devino progresivamente, de modo sibilino, como el ataque de una cobra que primero parece bailar frente a su víctima, lenta, cansinamente, antes de ejecutar su amenaza e inocular el fatídico veneno que, asimismo, se desenvuelve también muy poco a poco hacia sus fines letales.
Todo comenzó con un malestar indefinible. Sudores fríos, cierta laxitud y una ligera sensación de agobio a la que la cabeza, fría todavía, se afanaba en restarle cualquier tipo de importancia. Unos días después experimentó una evidente mejoría y todo pareció quedar en una mera anécdota; pero nada más alejado de la realidad. La cobra, el Bicho, había iniciado ya su danza y no estaba dispuesto a terminarla sin alcanzar su fatídico propósito. Las piernas comenzaron a pesarle. Y la pesadez pronto derivó en dolor; un dolor sordo e interno, que parecía emanar de cada célula de músculo, hueso o cartílago que lo sostenía, y que se desplazaba por sus extremidades, aleatoriamente, de una manera imparable. Empezaron a aumentar las décimas de fiebre y una tos seca, como de fumador aunque jamás se había echado un piti, se fue apoderando de su aparato respiratorio, primero, y de su serenidad después. Hubo que llamar al hospital. Resultó inevitable cuando el dolor físico se agarró a su corazón y al fondo de su glóbulo ocular. Era como si un ser invisible se aferrara a esas zonas de su cuerpo y se entretuviera presionándolas con furia.
No recibió buenas noticias. El malestar se agravaba y sentía un frío interior insoportable, con independencia de la temperatura exterior y de las capas de abrigo que se colocara. El Círculo Polar Ártico se había instalado en sus órganos internos y había empezado a formar estalactitas con sus distintos fluidos: la sangre, el agua, la orina, la bilis... se le congelaban por dentro y le provocaban una sensación de próxima explosión. Externamente, las erupciones cutáneas le cambiaron el color y una conjuntivitis crónica hizo que sus ojos lloraran lágrimas de miedo y dejaran de ver con claridad.
El primer PCR falló, no dio positivo. Pero los síntomas fueron tan tozudos como las pruebas diagnósticas y acabaron por determinar el temido resultado. Tenía el Bicho. Sus labios se habían tintado de un rojo alarmante, bonito en otras circunstancias. El olor y el sabor habían desaparecido de su percepción mientras una especie de gripe galopante se desarrollaba sin freno en su biología. Tuvieron que ingresarlo. Todavía tuvo tiempo de compartir una publicación en sus redes sociales informando que había pillado la covid-19 y esperaba quitársela de encima cuanto antes. Se quedó solo. Cansado, primero; debilitado, enfermo, sedado e indefenso progresivamente. Acabó en cuidados intensivos, con los técnicos intentando darlo todo para sacarlo a flote. No fue suficiente. El Bicho se cebó con él y, por mucho que remaron todos aquellos que podían hacer algo, se derrumbó su futuro. No consiguió soportar semejante soledad de enfermo ni la gravedad de sus lesiones.
El daño se cronificó y dejó secuelas. Como tantos y tantos de sus entregados seguidores, el pérfido SARS-CoV-2 destruyó aquella trayectoria plácida, feliz y positiva que antes de la epidemia transitaba. Nuestro Real Zaragoza sigue debatiéndose ahora entre la vida y la muerte. Ha salido de la UVI, pero continúa enfermo. Intenta volver a ser quién fue, pero se encuentra débil. Afronta ante sí la oportunidad de comenzar de nuevo, de reemprender el camino que lo lleve a esa Primera División que esta pandemia mundial le ha arrebatado. Tenemos que estar juntos. El fútbol siempre da oportunidades. Y Zaragoza nunca se rinde. Así que, maños, con independencia de lo tocada que haya quedado nuestra salud zaragocista, nuestro Real lo somos todos. Debemos arropar a este paciente sacudido por una gran desgracia, para que se rearme y vuelva a ser quien fue.
Y eso solo va a lograrse con unión, victorias y esa fortuna que, en estos últimos años, nos ha dado la espalda. ¡Vamos juntos a por ella!
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[Rindo homenaje con este artículo a todos los zaragocistas, zaragozanos y españoles que se han visto afectados por la covid-19. A sus familiares y cercanos. Y a todos los que, día a día, plantamos cara a este maldito virus −sanitario, económico y social− con la convicción de que acabaremos ganando la batalla].