Felipe Zazurca. Descarga revista en PDF: Enlace
Ignacio Martínez de Pisón es, sin ninguna duda, uno de los valores más firmes del actual panorama literario español; “Dientes de Leche”, “Enterrar a los muertos”, “El día de mañana”, etc pueden incluirse entre las mejores novelas españolas de los últimos tiempos. Si a esto añadimos que Martínez de Pisón es aragonés y zaragocista, no cabe duda de que quienes, además de lectores empedernidos, somos apasionados seguidores del equipo del león rampante tenemos que estar orgullosos de andar por el mundo representados por alguien así. Y qué mejor momento para recordar su afición por nuestro Real Zaragoza que en este momento, cuando hace poco más de un mes que ha publicado su última novela, “Fin de temporada”.
En varias ocasiones el escritor aragonés ha recordado su primer partido en La Romareda; si mi memoria no me falla acudió con un primo suyo y corría el mes de diciembre de 1971. El equipo, como ahora, se encontraba en 2ª división y el rival era el C.D. Logroñés, un conjunto que en aquellos tiempos deambulaba entre 2ª y 3ª pero que aquella temporada se había convertido, junto a la Cultural Leonesa, en la revelación de la categoría y se hallaba en la parte alta de la clasificación, con aspiraciones de ascenso y muy próximo a un Real Zaragoza que, aunque en casa era infalible, no acababa de despegar. Entrenaba a los riojanos León Lasa, un “clásico” del fútbol vasco de la época, y en su plantilla destacaban el meta García Fernández, formado en el Calvo Sotelo de Puertollano y que jugaría en primera con el Betis, el lateral Cenitagoya, el capitán Avila y un centro del campo de calidad que estaba siendo clave en el buen rendimiento del equipo y formaban el volante Marín, un gaditano “todoterreno”, Mellado, un fino interior cedido por el Betis y el zurdo Berastegui, considerado entonces la gran promesa del equipo. Arriba el Logroñés tenía extremos veloces como Iriarte, Guesalaga y Hernáez y un ariete, Ortega, formado en la cantera del Real Madrid. El joven Ferrero, que llegaría a primera en el Burgos, el veterano central Torrens que había jugado en Barça y Sabadell, los centrocampistas Ciaurriz y Luisa y el delantero Michelena daban fondo de armario a la plantilla.
En Zaragoza hacía frío y había aire pre-navideño, con los adornos de dichas fiestas ya engalanando las calles. Recuerdo que el ambiente a primeras horas de la tarde del domingo era de partido de gala, con un importante número de seguidores riojanos subiendo al campo a los que se veía entusiasmados e ilusionados con la trayectoria del equipo; queda perfectamente instalada en mi memoria la imagen de un coche de Logroño lleno de seguidores franjirrojos que avanzaba por una atascada Gran Vía mientras ondeaban al aire la bandera de su equipo y, al ritmo del “Jingle Bells”, iban cantando “Logroñés, Logroñés, aupa el Logroñés …”. El Zaragoza, que había ganado los cinco encuentros jugados hasta esa fecha en su campo, venía de vencer 0-3 en Villarreal en un partido que se había jugado entre semana por estar inundado el campo el domingo y en el que algunos jugadores blanquillos habían sido agredidos por espectadores levantinos. Existía desconfianza entre la afición y casi todos temíamos que los de Logroño nos amargaran la tarde.
A la hora de la verdad se comprobó que el miedo de los zaragocistas estaba plenamente justificado. El Logroñés se mostró como un equipo sólido, rocoso y muy bien preparado y el planteamiento de León Lasa puso todas las dificultades del mundo a un Zaragoza que ese día formó con Villanova; Rico, González, Vallejo; Planas, Violeta; Martín, Molinos, Ocampos, Duñabeitia y Galdós. Rafa Iriondo colocó dos interiores más físicos que técnicos, lo que posiblemente redujo la capacidad creativa del conjunto blanquillo. No recuerdo detalles concretos del partido, tan sólo que el volante Marín, que estaba haciendo un trabajo enorme, se retiró en camilla, que el extremo derecho Guesalaga estuvo dando guerra los 90 minutos tanto por su velocidad como por sus malos modos y que el Logroñés jugó de tu a tu al Zaragoza. Nuestro equipo dominó el encuentro y empujó mucho, pero siempre se estrellaba ante una defensa riojana segura y bien plantada.
El partido tenía toda la pinta de terminar sin goles y, de hecho, Ignacio Martínez de Pisón cuenta que él y su primo se marcharon poco antes de acabar sin que se hubiera movido el marcador. Pero ya se sabe ese dicho tan repetido en fútbol de que “hasta el rabo todo es toro” y, en aquella ocasión, lo que parecía iba a ser un pinchazo terminó en euforia y el Real Zaragoza se impuso por 2-0. A ese éxito final contribuyó seguramente la valentía de Iriondo, quien retiró a Molinos y Duñabeitia para poner en su lugar a dos hombres mucho más ofensivos como García Castany y Oliveros, así como la fe de un Zaragoza que no se rindió nunca. Pero, sin ningún género de dudas, la victoria tuvo un protagonista principal: Felipe Ocampos, el fornido ariete paraguayo, tan polémico como querido por la afición, que cuando el reloj marcaba el minuto 90 se elevó por encima de un buen número de defensores riojanos y cabeceó a las mallas un centro que ahora no recuerdo si vino de la derecha o de la izquierda, de una jugada o de un centro a balón parado, pero cuya imagen permanece en mi retina: la del poderío y el coraje de un jugador mítico. La explosión de alegría fue posiblemente la más importante de ese último trimestre de 1971 en el que el Zaragoza purgaba en la división de plata tras muchos años de gloria. Ocampos aún tuvo tiempo de marcar un segundo tanto, en un contraataque llevado por la izquierda del ataque en el que se plantó solo ente García Hernández y lanzó un disparo verdaderamente magistral que cruzó al lado contrario y entró mansamente por la izquierda del portero.
Fue una de esas ocasiones en las que uno regresa a casa feliz y en una nube; las victorias sufridas y casi inesperadas terminan dando más satisfacción que las goleadas contundentes. Al cabo de los años, me enteré que ese mismo día había tenido su bautismo de zaragocismo uno de nuestros aragoneses más ilustres del momento, y aunque quien entonces era un chaval se quedó sin ver los goles de su equipo, estoy seguro de que su alegría al oír el grito eufórico y unánime de los espectadores de entonces fue tan grande como la mía en ese rincón inolvidable de “Infantil”.